lunes, enero 22, 2007

METAPIO PARA EL DOLOR

Este es mi nieto. Qué grande está el niño. Sí caserita. Sí. En realidad no he crecido mucho. Mi abuela me toma en brazos. Hace calor en el puesto de la casera. Un par de moscas se instalan encima de una naranja. Tienen hambre. Dele un poquito a su nieto, le ordena la vendedora a mi abuela mientras le extiende un pedazo de pomelo. Están dulces. Hasta luego caserita. Hola Don Mario. Hoy le tocó feria. Sí caserita. Está blandita la carne. Tráigame al niño para acá. ¿Así que este campeón quiere ser carnicero? Sí, contesta mi abuela. Oiga caserito: ¿Qué le pasó a Don Octavio? Mire que el apio es la verdura favorita de mi nieto. Está enfermo. Más encima el otro día se cayó y lo curaron con metapío. El pobre gritaba como mula. Pero acá somos todos colegas y lo vamos a ayudar. Nosotros nos conocemos de años. No se preocupe. No lo vamos a dejar solo. Me alegro Don Mario.

El Loco, a quien conozco hace bastante tiempo, se fue hace un año a Madrid. No soportó más y simplemente se largó. Bien lejos. Todavía me acuerdo de ese día en el aeropuerto. Mi amigo se fue llorando. Sabía que tendría que hacer su vida en otro lugar. Ese día, prometí que nunca más iría a despedir a alguien. Hace un mes recibí un correo en el que El Loco contaba que regresaría por un par de semanas a Santiago. Vuelvo para pasar las fiestas y mi cumpleaños anunció, contento. El correo estaba dirigido a un puñado de viejos amigos. Los espero en la casa de mi madre. Por favor vayan, después no los molestaré más, remató.

Antes, cuando no éramos tan pendejos como ahora, el Loco solía invitarnos a su casa; una parcela con piscina y otras comodidades, a las que ahora se suma un centro de meditación trascendental dirigido por la madre hippie de mi amigo por donde deambulan algunos gurúes y yoguis. Todo bien loco. ¡Tanto tiempo socio! Sólo eso atiné a decir cuando me reencontré con El Loco. Pasen por acá. La parrilla está encendida, nos dijo. Sírvase una chela. Ya. Que ha cambiado tu casa, fue lo segundo que le comenté. No dije nada más. Mal que mal, algo sabía de cómo le estaba yendo en España.

La tarde pasó rápido. Nadie se bañó en la piscina. El día estaba nublado. Mantuvimos prendida la parrilla. Había harta cerveza. Como suele suceder en estas reuniones, los hombres nos dedicamos a supervisar el asado, mientras las chicas conversaban quizás de qué. Me gusta que las minas se cuenten copuchas, comentó El Mono, a quien no veía desde que un ataque de asma casi lo mata. Ya de noche encendimos una fogata. El Loco no estaba tan contento como se suponía debía estarlo. A la reunión no fueron todos los que él esperaba. Mi amigo mitigó su pena con ron. El fuego pareció tranquilizarlo.

Pocos días después celebramos el cumpleaños de El Loco en mi casa. El Loco fue el primero en llegar y mientras esperábamos a los demás conversamos harto. Ahí me confesó que estaba contento con su vida por allá lejos, pero que echaba de menos. Me lo imaginé bailando solo en Ibiza, el paraíso con el que tanto soñaba, y caminando borracho a su pieza inmunda. Hace algunos años, para uno de mis cumpleaños, El Loco también fue el primero en llegar. Nos bajamos no sé cuantas cervezas. Cuando apareció el resto de los invitados yo ya estaba durmiendo. Esta vez tampoco me cuidé, aunque resistí más tiempo. Incluso cociné y abrí todas las botellas que me quedaban. A la reunión tampoco llegaron todos. El Loco no dijo nada.

En eso llegó el Año Nuevo. Con mi novia nos arrancamos a Los Angeles, en la octava región. Fuimos donde una pareja de amigos que hace un tiempo también se aburrieron y se largaron de Santiago. Pasamos la velada tranquilos. Incluso no nos dimos cuenta cuando llegó el 2007. Mucho mejor así. Mientras, en Santiago, El Loco y algunos de los amigos se dejaron caer en una fiesta cualquiera. Tampoco fueron todos. Tampoco se emborracharon.

Un par de días después le organizamos la despedida a nuestro amigo. Elegimos un bar de por ahí cerca. Nos sentamos en una mesa grande. Estábamos casi todos los viejos amigos. El Loco pidió un whisky tras otro. Invitó varios. Después de un rato, mi amigo agachó su cabeza. No tuve fuerzas para decirle algo. Una amiga lo consoló. No, no es eso, repetía El Loco. Si no es eso, insistió. No es eso. Después se paró al baño y se le pasó. Pagamos y nos fuimos. Cuídate y nos vemos, le dije. No creo que lo vea muy pronto. Por si acaso le di un abrazo fuerte. Después pensé en eso que dijo en el correo sobre que no nos molestaría más. Me subí al auto. Unas cuantas cuadras más adelante otro auto me tocó la bocina. Era El Loco. Se despidió de nuevo. Gritó chao y nos hizo una seña con su mano. ¿Podrá manejar así?, me preguntó mi novia. Sí, está acostumbrado.


Web Site Counter Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.