jueves, mayo 31, 2007

Como pulpo

Durante el encierro los días transcurrieron de manera lenta. Al parecer eso era lo que necesitaba. No comí demasiado ni me cambié de ropa durante semanas. Tampoco hice ejercicio. A veces simplemente no me levantaba. No me importaba si era día o noche. Estaba agotado, sedado, dormido. Lo que sí hice fue escribir, tarea que llevé a cabo con cierta rigurosidad. Intuía que esa actividad me sería útil una vez que lograra salir de Alcatraz. De todos modos pasaron jornadas en que no anoté ni una sola palabra en mi cuaderno. También, cuando mi lucidez alcanzaba un nivel aceptable, leí algunos libros y seleccioné algunos discos de mi colección de vinilos.

Lo que definitivamente logró sacarme del letargo fueron mis conversaciones con Alberto. Pero mi colega se comunicó recién cuando yo ya llevaba alrededor de un mes encerrado en mi departamento. Realmente me puso alegre el hecho de conversar con él, saber además que el viento comenzaba a soplar a su favor con eso de la pizzería en Vietnam. También me causó mucha risa el nombre de su nuevo negocio: Pizzas Giuseppe, en homenaje a Ernesto Rovira.

Precisamente después del primer llamado de Alberto me animé a salir a dar una vuelta y llegué hasta la casa azul de León Trotsky, no muy lejos de mi hogar. Esa misma semana también comencé a leer algunos de los libros que Alberto me dejó antes de largarse a Nueva Zelanda. Esa semana debe haber sido en marzo. Pero no estoy seguro. De lo que sí me acuerdo fue de lo que sucedió mientras leía la novela de Melville y su maldita ballena blanca. La edición de Moby Dick de Alberto es extraña; el título en el borde del libro está escrito a mano y el nombre del autor mutilado. En vez de Herman Melville dice Hernan Melvill. Fue editado por Zig-Zag en Santiago de Chile, 1957.

Me parece que no fue la historia de la ballena la que me perturbó, sino que las ilustraciones incluidas en cada uno de los capítulos de la obra. En la página nueve, en el primer capítulo, aparece Ismael caminando de noche hacia a un puerto diminuto, desde donde partió “a recorrer el mundo por los caminos del mar, sin un centavo en los bolsillos”. Inmediatamente pensé en Alberto. Pero eso era obvio. En la segunda imagen del libro el protagonista duerme, quién sabe si está soñando con ver de cerca al cachalote gigante, “esa especie de monstruo marino cuyas hazañas andaban siempre en boca de la gente del mar”.

A partir de ese momento concentré parte importante de mi energía en los sueños. La ballena no apareció por ninguna parte, aunque sí pulpos, calamares enormes e imágenes grotescas. Así que me enfoqué en la misma técnica que usó Lennon en sus últimos días encerrado en el Dakota. Como el ex beatle, me acostaba en la cama, totalmente relajado, con la ayuda de inciensos y otras hierbas, suspendido al borde del sueño. Me concentraba en cualquier cosa que quisiera soñar. Si era nada, pensaba en el mar, entonces ahí aparecían los monstruos marinos. Si era sexo, fijaba en mi mente la imagen de una mujer con la que quería tener sexo. Después contaba hasta veinte y antes de llegar a diez ya estaba soñando. Pero la mayoría de las veces perdí el control del sueño. Fue en esos instantes donde apareció Javiera, la hermana menor de Isabel, cuyo cuerpo toqué con mis ocho tentáculos.

martes, mayo 22, 2007

La pizzería de Vietnam

¿Y cómo nadie, o muy pocos, se enteraron de mi encierro? Mentí. Eso hice. Conté que me iba al sur. Y como era época de vacaciones, me creyeron. En realidad muy pocos supieron que me encontraba encerrado en mi hogar en Santiago. Y los que sospecharon no se atrevieron a tocar el timbre. La verdad es que no recuerdo mucho tampoco. Quizás vi a personas que no debería haber visto. Quizás no vi a nadie. Ni siquiera le avisé de mis planes a Isabel, que andaba en Cuba. Un día, eso sí, recibí una postal de ella: Seguramente no verás esta carta hasta tu regreso, pero necesito decirte que me enamoré de La Habana. Llegué de noche. Estaba todo oscuro. De repente apareció la Plaza de la Revolución. Observé al Che. Me emocioné. En unos días más parto a Viñales, tal como me recomendaste. Suerte en tus vacaciones, te quiero, Isa.

En un acto de extrema racionalidad pagué cuentas por adelantado antes del claustro. Quería evitar sospechas y filas. Ocupé mis últimas fuerzas en esos trámites. En un momento pensé en poner término al contrato con la compañía de teléfonos, pero después cambié de opinión. Sólo me animé a contestar el teléfono en contadas ocasiones. No me llamaron mucho en todo caso. Luego comprendí que las veces en que sí me atreví a levantar el auricular logré salir del agujero que había comenzado a cavar en mi casa. Al menos pude escaparme del hoyo por un rato. Me saqué un poco la tierra, aunque eso no fue suficiente para que me decidiera a abrir la puerta.

Llevaba alrededor de un mes encerrado cuando contesté el teléfono por primera vez. Al principio lo dejé sonar un buen rato. Ante la insistencia, quién sabe, dije aló, pero sólo se escuchaba una interferencia. Al minuto la línea volvió a sonar y levanté el teléfono de inmediato. Negro, soy yo, Alberto. ¿Me escuchas? Sí, ahora sí. ¿Negro? Me quedé mudo un segundo. ¿Negro? Sí, estoy acá, dije. Alberto se fue de Santiago hace más de dos años. Necesitaba largarse. Mandar todo al carajo. Antes de irse me dejó una caja con libros. Alrededor de 30 textos, entre ellos Patas de Perro, de Carlos Droguett; Moby Dick, de Herman Melville; Yo lo conocí, de Tito Mundt y Valparaíso, puerto de nostalgia, de Salvador Reyes. Aquella vez Alberto me confesó, algo nervioso y con la voz entrecortada, que sólo le importaba conservar sus libros por si algún día regresaba a Chile. ¿Y dónde vas a dejar el resto?, le pregunté, porque sabía que mi colega poseía una notable biblioteca. Algunos los regalé, otros los boté y el resto los metí en dos cajas, una es para ti, me dijo.

Alberto me llamaba de muy lejos, de un lugar desconocido para mi. Hablamos un buen rato. Me contó que después de trabajar un año en una industria pesquera en Nueva Zelanda se marchó a Muine, una antigua caleta de pescadores ubicada en el sur de Vietnam. Ahí instaló una pequeña pizzería con la ayuda de dos lugareños, Duong y Hao. Lo noté contento y percibí que le estaba yendo cada día mejor. Alberto me contó que Muine es hoy un apacible balneario frecuentado por europeos y australianos. ¿Y cómo se llama tu pizzería? Giuseppe. Como a Ernesto (Rovira) le decimos Giuseppe y como él me enseñó a hacer la pizza “a lo Giusepp”, pensé que era un buen nombre, me explicó Alberto. Así que Giuseppe. Bonito homenaje, comenté. Sí. Acá los turistas piensan que yo soy Giuseppe. Para evitar complicaciones a veces les digo que claro, que me llamo así y que soy el rey de las pizzas vietnamitas. Oye, Alberto, de verdad me has alegrado el día. No es nada. ¿Y tú en que estás? ¿No saliste de vacaciones?, me preguntó.

Tenía dos caminos. Confesarle mis planes y mi verdadero estado emocional a mi amigo o mentirle y decirle que en unos días más pensaba irme al sur, al norte, a Las Cruces, quizás a acampar en Los Queñes, que todavía no lo tenía claro, pero que ya saldría algo. Finalmente opté por la tercera vía y llevé la conversación para otro lado. Comencé a hablarle de Isabel. Anda en Cuba, le conté, y ya no pregunta por ti. ¿Ya me olvidó? No tengo idea. Quién sabe. Lo último que supe es que se enamoró, pero de una ciudad. Ya bueno. Tengo que cortar. Debo abrir la pizzería. Ah! verdad que allá es de día. Suerte. Te voy a llamar la próxima semana. Dale Alberto. Llama no más.

domingo, mayo 13, 2007

PRUEBA DE FUEGO: La casa de León Trotsky

No sé cómo ni por qué, pero resulta que estuve encerrado durante tres meses en mi hogar. Fue de un día para otro. Ahora que estoy un poco mejor comienzo a comprender algunos hechos; me transformé en un alma en pena, en una especie de ser invisible y casi sin contacto físico con el mundo exterior. Recuerdo o creo recordar también que durante estas vacaciones en Alcatraz rara vez bajé las escaleras para comprar pan o el periódico. No sé lo que ha sucedido en Santiago ni en el mundo. Casi no abrí puertas ni ventanas. Creo, aunque no estoy completamente seguro, que también dormí y soñé más de la cuenta. No me bañé ni comí con regularidad. No sé si habré tocado fondo o algo parecido. El asunto es que ahora, con algo más de lucidez, estoy intentando encontrarle sentido a todo esto. Pero no me acostumbro a la rutina ni a nada parecido a eso. He estado viendo sólo a un puñado de amigos y familiares. Pero lo he hecho sólo para recuperar la memoria. No estoy seguro, pero hace un mes, en pleno encierro, logré salir de mi departamento. Caminé sin rumbo. Me parece que descalzo. Llegué hasta León Trotsky, una calle pequeña sin salida. Debe haber sido ese lugar, porque no queda lejos de mi casa. No vi a nadie en el camino y creo que nadie me vio a mí. Debo haber estado un buen rato dando vueltas por el sector, porque cuando llegué ahí miré el sol y cuando salí ya no estaba, aunque en realidad sólo tengo una noción vaga de lo que sucedió en aquella ocasión. Tampoco sé por qué estoy escribiendo esto, como tampoco tengo conocimiento pleno sobre las actividades que hacía antes de comenzar el encierro.

El día en que me paré frente a la casa azul de León Trotsky recordé que en ese lugar reía con una facilidad admirable, digamos porque sólo tenía 12 años. Quizás 13. La casa ahora está vacía y a la venta, pero no abandonada por completo. De vez en cuando –y esto lo supe recién porque el Chino López me lo contó- aloja ahí alguno de los López, aunque sólo los fines de semana. Al Chino lo conozco hace años. Nos hicimos amigos en Curicó, en una competencia atlética, cuando me decían “el hijo del viento”. Esa vez, detrás de unas gradas de madera, me confesó que su amiga Paz quería ser mi novia. De inmediato acepté. Nos dimos un solo beso. A veces con eso basta. El “noviazgo” no duró mucho y después de la ruptura dejé de ver a Paz. No la vi en muchos años, aunque la busqué incansablemente. De las pocas cosas que recuerdo antes del encierro es que estuve viendo al Chino y que un día me dejó sin habla: Localicé a Paz, me dijo, entusiasmado. Quiere verte y supongo que tú también la quieres ver a ella. Nos encontramos a la semana siguiente. En esa ocasión Paz nos contó que la noche anterior al encuentro con el Chino dejó su cuaderno de recuerdos debajo de su almohada, esperando que pasara algo. Quería recuperar parte de su pasado. Creo que esa fue la última vez que los vi antes del encierro.

La semana pasada me reuní nuevamente con Paz y el Chino. Fue nuestro primer encuentro después del claustro. Antes de dirigirnos al bar de la esquina estuvimos en casa de Paz. Con una sonrisa cómplice Paz me preguntó si tenía una grabadora. Le dije que probablemente, pero que no recordaba dónde podía estar, ya que mi departamento estaba hecho un asco, inclusive con un lote de bolsas de basura que aún no he podido bajar. Le comenté que no muy lejos de su casa vivía mi amiga Isabel Fuentes, la misma que en el verano se iba ir a Cuba, y que ella, con toda seguridad, tenía una grabadora. Llegamos al departamento de Isabel. Aun no sé cómo le fue en la isla. El Chino y Paz esperaron pacientemente en el auto. Subí y bajé rápido. Isabel salió al balcón para despedirse por segunda vez. De paso, les echó una mirada a mis amigos, aunque no vio nada. Ando con el Chino, grité desde la entrada. Dentro del auto les dije a mis viejos compañeros que mi amiga Isabel Fuentes había asistido a nuestra escuela. Al rato, y ya sentados en el bar de la esquina, el Chino me preguntó si Isabel era hija de la profesora Isabel Mora. Sí. ¿Cómo sabes? Porque la familia de Isabel le vendió la casa ubicada en León Trotsky a mis padres. No te creo Chino. Sí, es verdad. Al día siguiente llamé a Isabel para contarle la historia. Has estado desaparecido, volvió a decirme, algo preocupada. Disculpa Isabel, dejemos eso para otro día y déjame contarte otra cosa: la casa azul de León Trotsky está a la venta. Quizás te puede interesar. ¿Y cómo sabes tu eso? Porque seguramente fuiste feliz en ese lugar cuando tenías seis o siete años. ¿Me estás tomando el pelo?

Web Site Counter Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.