domingo, octubre 28, 2007

HASTA AQUI NO MAS

Ahora soy yo el que no dirá nada. Es verdad, este blog "no va para ninguna parte". El autor de ese tan predecible comentario tenía razón. Hasta acá no más llego. Podría detallar varias excusas, pero mi conexión a internet es demasiado lenta. Agradezco las buenas vibras enviadas por fibra óptica. Lo pasé bien escribiendo estas historias y leyendo blogs. Quién sabe si algún día alguno de estos relatos forme parte de una edición impresa que seguramente terminará vendiéndose en un estante de supermercado por menos de un dólar.

Quien quiera escribirme puede hacerlo a negrosuperstar@gmail.com

Recibo todo tipo de ofertas...

Ja!

Negrosuperdecadente

miércoles, agosto 01, 2007

¡Dudo!

Alberto e Isabel sonríen. Hace rato no son pareja, pero mantienen una saludable amistad. Todavía se gustan. Están sentados en el pequeño patio de la casa de Alberto. Juegan Dudo. Un mano a mano. El juego de los dados los entretiene. No te cansas de este asuntito, comenta Isabel, una jugadora sin duda amateur si se le compara con su ex novio. Alberto es un viejo zorro del Dudo y puede pasar horas con el cacho de cuero en la mano. A veces juega solo, aunque el mínimo son dos participantes. Para él, el Dudo es un estilo de vida, un permanente orgasmo. A través de los dados encuentra respuestas y se formula preguntas. Comienza el primer round. En la radio se escuchan los Fabulosos Cadillacs: ¡Te están buscando Matador! Alberto se lanza y propone cuatro sextas. ¿Puedo decir cuatro quinas?, pregunta Isabel. No, tienes que decir cinco de cualquier número o bajar a tres ases. Tres ases entonces. Dudo, aunque tengo un as, dice Alberto muy seguro y con un cigarro en la boca. Levanta, le pide Isabel. Sorpresivamente en la mesa hay cuatro ases. ¡Perdiste! Tuviste suerte, reclama Alberto.

Es verano en Santiago y está anocheciendo. Corre un viento fresco. No sé por qué se demora tanto mi hermana. ¿Invitaste a Javiera?, pregunta Alberto. Sí. ¿No hay problema, verdad? No, al contrario. Javiera es mucho más joven que Alberto e Isabel. Le dicen La Cobra, por su mirada de serpiente y sus piernas que suele enroscar en otras piernas. No es tan alta ni guapa como su hermana, pero hipnotiza y con un par de cervezas se entrega relativamente fácil. Para Isabel, Javiera sigue siendo su hermana menor, casi infantil, inocente y sin gracia. No sé por qué Ernesto y Hernán demoran tanto. Ya van a llegar, tranquilo, dice Isabel, tratando de calmar la ansiedad de Alberto.

Ernesto y Hernán quieren tanto al Dudo como Alberto. Todos aprendieron de Lautaro Castillo, quien una vez, cuando el Dudo se jugaba todos los días y a cualquier hora del día, sacó en su primer tiro cinco ases, un juego imposible. Ese momento, que nunca ha vuelto a repetirse, quedó inmortalizado en una fotografía en blanco y negro que ahora cuelga en una de las murallas del living de la casa de Ernesto. Suena el timbre. Es Javiera. Saluda y se va directo al refrigerador. Voy a dejar acá las chelas, grita. Sírveme una por favor, le pide Alberto. Y para mi una Coca-Cola con hielo Javi. Menos de cinco minutos después entran los amigos de Alberto, sus socios de toda la vida. Se sientan en la mesa. La noche está exquisita, como tu hermana, dice Ernesto al entrar. No seas patudo, responde Isabel. Era sólo una broma. ¿Cómo estás? Bien, con varios proyectos (es decir, sin mayores novedades). Ya pues Isa, terminemos esta mano, insiste Alberto. Hay que jugar el campeonato mundial, como solía proponer Lautaro.

Comienza el juego, el de verdad. Javiera no participa y toma algo de distancia. Observa todo desde una silla plástica blanca, ubicada cerca de un gomero y una virgen de yeso. Mueve su pelo. Tiene un vaso de cerveza en la mano. No logra comprender por qué los amigos de su hermana, en realidad los compañeros de su ex "cuñado", se entretienen tanto con los cachos y dados. Los jugadores sonríen. Lo están pasando bien, definitivamente bien. Alberto mira a Isabel, Isabel observa a su hermana, Javiera coquetea con Alberto, Hernán mira la botella de cerveza y Ernestro se concentra en su cacho. Cada uno lanza su juego: Diez quinas. Estás pasado. Diez sextas. Cinco ases. No hay cinco ases. Sí hay. Once cuadras. Cuadras sí que no hay. Paso. Doce sextas. Estás ultra pasado. Si me dices seis aces te dudo ahora mismo. Hay sextas. Hay muchas sextas, pero igual digo seis ases. ¿Seis ases? Sí, mmm. Tengo dos, pero de ninguna manera hay seis en la mesa. ¡Dudo! ¡Levanten! Dos, tres, cuatro, cinco. Bota un dado. Y así más de una hora hasta que completan cuatro juegos. Alberto se queda con el campeonato.

Los amigos se divierten y Javiera también. Juega con sus piernas. Viste minifalda y una blusa escotada. Alberto no deja de observarla. Javiera hace rato se dio cuenta, pero su hermana está ahí. Quizás me voy a Nueva Zelandia, dice Alberto, casi como un comentario a la pasada. ¿A Nueva Zelandia? Sí, me han dicho que allá está buena la mano, hay pega. Me vas a tener que dejar tus libros, comenta Hernán. ¿Cuándo?, pregunta Isabel. En unos meses más. Los amigos de Alberto manifiestan su alegría, pero saben que lo extrañarán. Entonces este puede ser uno de nuestros últimos dudos, piensa Hernán. Quién sabe. Cada vez vamos quedando menos, afirma Ernesto. Sí, pero nada grave socios, sostiene Alberto en un intento por animar a sus compañeros. Javiera no dice nada. Va a la cocina a buscar más cerveza. Vuelve con una botella bien helada. Ahora está refrescando.

jueves, julio 26, 2007

La pierna de marfil

El capitán Ahab no era un loco atormentado por el animal que le comió la pierna. Estaba cuerdo y su lucha era interna y feroz. Creo que por eso se lanzó en el Pequod a la caza de Moby Dick. Deduzco que estaba tan desesperado como yo. Ese era mi consuelo y eso pensé durante mi encierro. Hubo semanas completas en que mi hogar se transformó en el buque ballenero de Ahab: mi proa, oscura como el estómago del cachalote; en la popa, imágenes de árboles secos; a babor, unas palomas dormitando en unos cables de la electricidad y a estribor la nada misma. Nunca me animé a subir a la cofa ni tampoco pude ingresar al puente de mando. Lo que aún le envidio a Ahab es que el muy cabrón siempre supo dónde y cómo encontrar a su presa y de paso a sí mismo, mientras que yo todavía tengo dudas respecto de si durante el claustro llegué a alguna parte.

La misma noche en la que soñé con el pulpo gigante y con Javiera, Ahab me habló. "El encierro, el encierro, el encierro", me repetía. Eso es lo que estoy haciendo maldito. ¡Claro, el monstruo marino te ayudó a sobrevivir hasta que desapareciste en tu ley, pero yo no encuentro a Moby Dick!, respondí, con cierto enojo. "El encierro, el encierro, el encierro", volvió a decirme. Al día siguiente Ahab se apareció de nuevo. Se creía Aladino. Esta vez lo vi como una figura de humo que se desprendía desde la punta de mi porro.

Durante la siesta el veterano marino me perturbó por tercera vez. El muy hijoputa se llevaba a Javiera. Ella enloquecía con el capitán y se revolcaba en el camarote principal de Pequod hasta que su garganta quedaba seca de tanto gemir. La joven cobra hipnotizaba a Ahab, igual que a mí. En ese momento Ahab dejaba de pensar en su ballena de mandíbula torcida. Sólo tenía ojos para la nueva serpiente adosada a su cuerpo. Las caderas de Javiera lo llevaron, sin duda, a otro lugar, lejos del océano, algo que no pudo hacer Moby Dick. A su vez, la pierna de marfil de Ahab excitaba de tal manera a Javiera que no pudo despegarse de ella en buena parte de la tarde. "El encierro, el encierro, el encierro", insistía el ballenero.

Desperté sudado. En eso divisé a una mosca. Era negra como todas esas diablas y tenía ojos parecidos a los de Javiera. Volaba sobre mi cabeza. Era rápida. Emitía un sonido casi imperceptible. Intenté atraparla, como a Javiera, pero la mosca se rió de mi una y otra vez. Después de un rato el insecto se posó sobre una cortina. La vi jugando con sus delgadas piernas. En eso también se parecía a Javiera. Se quedó quieta. Nuevamente fui tras ella, pero se escapó de un salto muy rápido. El Pequod hizo agua.

miércoles, junio 27, 2007

La cruz

Me encontraba encerrado y en Santiago, pero estoy completamente seguro que más de una vez una ola quiso ingresar a mi hogar para golpearme, para sacudirme. Algunos días, cuando me despertaba de la siesta, el ruido del mar era ensordecedor. Entonces me puse a pensar en Las Cruces. Cada verano, cuando mi familia me llevaba a ese balneario, pedía un paseo por la Punta del Lacho. Desde ese lugar, enclavado al final de un cerro, solíamos observar el mar y los barcos que se dirigían hacia el puerto de San Antonio. Además del océano, estando tan alto podíamos ver la playa de Las Salinas y hacia el otro costado un frondoso cerro junto a un roquerío que termina en la playa de las cadenas. En una de las tantas quebradas del lugar una vez encontramos una virgen de yeso sin cabeza y el armazón de lo que alguna vez fue un bote. También en una ocasión descubrimos lo que parecían ser restos de una ballena. No se parecía a Moby Dick.

Nuestra casa se ubicaba en el sector de Las Salinas, muy cerca de una playa pequeña, a los pies de un cerro con algunos pinos. El sector era apacible; casi no había automóviles y muy pocas personas se animaban a bañarse por las enormes olas. Todas las viviendas del lugar eran de madera, estaban pintadas de llamativos colores, tenían balcones y escalerillas, y también salamandras y sótanos. Sólo una casa rompía la regla: la de los turcos, que decidieron construir su morada de dos plantas con enormes ventanales y protecciones. Los turcos, en realidad les decíamos así sin saber exactamente de qué país habían emigrado, casi no bajaban a la playa. Y las veces que se animaban, las mujeres se bañaban con ropa, mientras los hombres se divertían con una pelota.

Nuestros vecinos más cercanos eran los Nietszche, como el filósofo alemán. El señor Nietszche tenía tres hijos, a cada uno de los cuales les construyó una pequeña cabaña cerca del inmueble principal. Cada una de estas viviendas las pintó de diferentes colores: azul, amarillo y verde. La esposa de patriarca del clan, de edad avanzada al igual que su marido, se pasaba gran parte del día regando las plantas de su jardín, y rara vez jugaba con sus nietos. Con el mayor de los nietos de los Nietzsche entablé una buena amistad, quizás como una manera de acercarme a su hermana, incluso más atrevida que Javiera, sin embargo, nunca pude escabullirme con ella en algún sótano. José me habló en contadas ocasiones de su abuelo, pero por la cercanía de nuestras casas al menos una vez al día divisaba al señor Nietszche, aunque había semanas en que simplemente se esfumaba. De bigote estilo Hitler, lentes y gorra de viejo de plaza, el abuelo de mi amigo era una suerte de ermitaño: vivía todo el año en Las Cruces, sólo en caso de extrema urgencia abandonaba su hogar (un par de veces debió llevar a su esposa al hospital de San Antonio) y tenía un perro llamado Káiser.

¿Tu abuelo es alemán?, le pregunté un día a José. Sí, pero mi padre nació en el sur de Chile y yo soy de Santiago, respondió. Mientras la mayoría de las personas se echaba en la playa, con José realizábamos largas excursiones por el lugar. De hecho, estaba con él cuando encontramos la virgen descabezada entre unas docas. Nos asustamos. José me juró que la virgen le habló. Yo le dije que difícil, porque le faltaba la cabeza. Arrancamos por la calle Lincoln hacia el Castillo Negro, cuyo dueño era un antipoeta. Cuando llegamos a nuestras casas ya era de noche.

Intrigado por el señor Nietzsche pregunté por él a cada uno de los miembros de mi familia. La respuesta, no obstante, fue siempre la misma: es una persona de edad, hay que dejarlo en paz. También intenté sacarle información a Káiser, pero no quiso contarme nada acerca de su amo. Cuando quedaban pocos días para que el verano terminara, José pasó por nuestra casa para despedirse. Me llamó la atención que en uno de los bolsillos de su chaqueta llevara una especie de medalla con un águila. El animal tenía las alas desplegadas y las garras aferradas a una extraña cruz, un símbolo desconocido para mí a esa edad. Como ocurría todos los años, después de que José se despidió de mi familia, lo acompañé al terminal de autobuses.

Web Site Counter Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.