Como pulpo
Durante el encierro los días transcurrieron de manera lenta. Al parecer eso era lo que necesitaba. No comí demasiado ni me cambié de ropa durante semanas. Tampoco hice ejercicio. A veces simplemente no me levantaba. No me importaba si era día o noche. Estaba agotado, sedado, dormido. Lo que sí hice fue escribir, tarea que llevé a cabo con cierta rigurosidad. Intuía que esa actividad me sería útil una vez que lograra salir de Alcatraz. De todos modos pasaron jornadas en que no anoté ni una sola palabra en mi cuaderno. También, cuando mi lucidez alcanzaba un nivel aceptable, leí algunos libros y seleccioné algunos discos de mi colección de vinilos.
Lo que definitivamente logró sacarme del letargo fueron mis conversaciones con Alberto. Pero mi colega se comunicó recién cuando yo ya llevaba alrededor de un mes encerrado en mi departamento. Realmente me puso alegre el hecho de conversar con él, saber además que el viento comenzaba a soplar a su favor con eso de la pizzería en Vietnam. También me causó mucha risa el nombre de su nuevo negocio: Pizzas Giuseppe, en homenaje a Ernesto Rovira.
Precisamente después del primer llamado de Alberto me animé a salir a dar una vuelta y llegué hasta la casa azul de León Trotsky, no muy lejos de mi hogar. Esa misma semana también comencé a leer algunos de los libros que Alberto me dejó antes de largarse a Nueva Zelanda. Esa semana debe haber sido en marzo. Pero no estoy seguro. De lo que sí me acuerdo fue de lo que sucedió mientras leía la novela de Melville y su maldita ballena blanca. La edición de Moby Dick de Alberto es extraña; el título en el borde del libro está escrito a mano y el nombre del autor mutilado. En vez de Herman Melville dice Hernan Melvill. Fue editado por Zig-Zag en Santiago de Chile, 1957.
Me parece que no fue la historia de la ballena la que me perturbó, sino que las ilustraciones incluidas en cada uno de los capítulos de la obra. En la página nueve, en el primer capítulo, aparece Ismael caminando de noche hacia a un puerto diminuto, desde donde partió “a recorrer el mundo por los caminos del mar, sin un centavo en los bolsillos”. Inmediatamente pensé en Alberto. Pero eso era obvio. En la segunda imagen del libro el protagonista duerme, quién sabe si está soñando con ver de cerca al cachalote gigante, “esa especie de monstruo marino cuyas hazañas andaban siempre en boca de la gente del mar”.
A partir de ese momento concentré parte importante de mi energía en los sueños. La ballena no apareció por ninguna parte, aunque sí pulpos, calamares enormes e imágenes grotescas. Así que me enfoqué en la misma técnica que usó Lennon en sus últimos días encerrado en el Dakota. Como el ex beatle, me acostaba en la cama, totalmente relajado, con la ayuda de inciensos y otras hierbas, suspendido al borde del sueño. Me concentraba en cualquier cosa que quisiera soñar. Si era nada, pensaba en el mar, entonces ahí aparecían los monstruos marinos. Si era sexo, fijaba en mi mente la imagen de una mujer con la que quería tener sexo. Después contaba hasta veinte y antes de llegar a diez ya estaba soñando. Pero la mayoría de las veces perdí el control del sueño. Fue en esos instantes donde apareció Javiera, la hermana menor de Isabel, cuyo cuerpo toqué con mis ocho tentáculos.
Lo que definitivamente logró sacarme del letargo fueron mis conversaciones con Alberto. Pero mi colega se comunicó recién cuando yo ya llevaba alrededor de un mes encerrado en mi departamento. Realmente me puso alegre el hecho de conversar con él, saber además que el viento comenzaba a soplar a su favor con eso de la pizzería en Vietnam. También me causó mucha risa el nombre de su nuevo negocio: Pizzas Giuseppe, en homenaje a Ernesto Rovira.
Precisamente después del primer llamado de Alberto me animé a salir a dar una vuelta y llegué hasta la casa azul de León Trotsky, no muy lejos de mi hogar. Esa misma semana también comencé a leer algunos de los libros que Alberto me dejó antes de largarse a Nueva Zelanda. Esa semana debe haber sido en marzo. Pero no estoy seguro. De lo que sí me acuerdo fue de lo que sucedió mientras leía la novela de Melville y su maldita ballena blanca. La edición de Moby Dick de Alberto es extraña; el título en el borde del libro está escrito a mano y el nombre del autor mutilado. En vez de Herman Melville dice Hernan Melvill. Fue editado por Zig-Zag en Santiago de Chile, 1957.
Me parece que no fue la historia de la ballena la que me perturbó, sino que las ilustraciones incluidas en cada uno de los capítulos de la obra. En la página nueve, en el primer capítulo, aparece Ismael caminando de noche hacia a un puerto diminuto, desde donde partió “a recorrer el mundo por los caminos del mar, sin un centavo en los bolsillos”. Inmediatamente pensé en Alberto. Pero eso era obvio. En la segunda imagen del libro el protagonista duerme, quién sabe si está soñando con ver de cerca al cachalote gigante, “esa especie de monstruo marino cuyas hazañas andaban siempre en boca de la gente del mar”.
A partir de ese momento concentré parte importante de mi energía en los sueños. La ballena no apareció por ninguna parte, aunque sí pulpos, calamares enormes e imágenes grotescas. Así que me enfoqué en la misma técnica que usó Lennon en sus últimos días encerrado en el Dakota. Como el ex beatle, me acostaba en la cama, totalmente relajado, con la ayuda de inciensos y otras hierbas, suspendido al borde del sueño. Me concentraba en cualquier cosa que quisiera soñar. Si era nada, pensaba en el mar, entonces ahí aparecían los monstruos marinos. Si era sexo, fijaba en mi mente la imagen de una mujer con la que quería tener sexo. Después contaba hasta veinte y antes de llegar a diez ya estaba soñando. Pero la mayoría de las veces perdí el control del sueño. Fue en esos instantes donde apareció Javiera, la hermana menor de Isabel, cuyo cuerpo toqué con mis ocho tentáculos.