jueves, diciembre 21, 2006

HUASO PILLO


¿Y cuánto tiempo se va a quedar? No se sabe hijo. Pero abuela ¿Cuánto? Se suponía que poco, pero las cosas no están bien. ¿Por qué? Así es el poder. Algún día lo entenderás. ¿Qué es el poder? Tu abuelo te explicará, pero ahora duérmase, que es tarde. ¿Por qué nos cortan la luz? No pasa nada, tranquilo hijito. ¿Son los del Lautaro? Tal vez, aunque quizás es El. Hoy me encontré en la feria con mi comadre de las JAP, escucho que murmulla mi abuela en el living. Su hijo no ha aparecido.

El sol quema. Es domingo y me preparo para una siesta. No hay otra forma de capear el calor. En eso suena el teléfono. Se murió, es el escueto mensaje que recibo. Enciendo el televisor. Es verdad. Se murió. A las 14.15. Afuera del Hospital Militar comienza a reunirse su pequeña fanaticada, en su mayoría mujeres. Adiós huaso pillo. No sé qué decir, afirma mi pareja. Algo extraño pasa. La siesta deberá esperar. Silencio.

La transmisión televisiva es continua. No cesa. Un periodista del canal nacional comenta que el huaso pillo ha fallecido en el día internacional de los derechos humanos y, en otra extraña ironía, justo el día del cumpleaños de su esposa, Doña Lucía. Recibo otro llamado. ¡Se murió! grita al unísono por el auricular una pareja de amigos. Uno de ellos, Ernesto Rovira, no dice nada más. Creo que su cabeza está en Colombes, su barrio obrero parisino. También en sus padres exiliados. Suenan las primeras bocinas.

Partimos a la casa de los Rovira. Vivi, la pareja de Ernesto, nos cuenta que ya hay gente en Plaza Italia. Recién entrevistaron a unos que venían en la micro y que pasaron por la Plaza y se bajaron cuando supieron que se había muerto, nos comenta, risueña. El calor no cede. El hijo menor de los Rovira duerme siesta. El mayor pregunta quién diablos es el huaso pillo. Partimos al centro. Hay una manifestación. Algunos destapan botellas de champaña. Otros sólo están ahí, en silencio. Leo un graffiti que dice que la muerte le ganó a la justicia. ¡Don Sata! ¡Don Sata! ¡culéate al Tata!, grita la masa. Pobre huaso.

Suena nuevamente el teléfono móvil. Saqué los parlantes para el balcón. ¿Escuchas Samba landó? Sí. Se armó un pequeño carnaval abajo de mi departamento, me cuenta mi amiga Mariluz. Una de mis vecinas me gritó marxista y cerró sus cortinas. ¿Verdad?, le pregunto. Sí. Y el hijo chico de otra vecina no ha parado de gritar ¡ula-ula! ¡ula-ula! ¡a la vieja Lucía se le murió la tula! Ya, nos vemos entonces. Sí Mariluz.

Caminamos hacia La Moneda. Cuando pasamos frente al Diego Portales, antiguo cuartel del huaso pillo, la masa grita aún más. Mi pareja retrata la escena con su cámara. Nunca le habían pedido tantos favores a Don Sata. El infierno no existe, pienso. El cielo tampoco. Veo otro rayado: 14.15, la hora del postre. Firma Don Sata. Quién otro.

No sabemos qué tipo de funeral va a decretar el gobierno. Quién sabe. Seguimos caminando. En el Santa Lucía algunos punkies descansan. Todavía hace mucho calor. Suena el teléfono de Ernesto. Es su hermano fotógrafo. Hace un par de meses inauguró una muestra en el museo de La Moneda sobre su vida íntima en París y su largo viaje en barco de retorno a Chile en el 90. Mi hermano está afuera del Hospital Militar, cuenta Ernesto. Le está sacando fotos a los otros huasos pillos. Algunos posaron para él. Qué locura, agrega. Al fin llegamos al palacete presidencial. El huaso no tendrá tumba. Pienso que el hijo de la comadre de mi abuela seguramente no está en ninguna parte. Quizás le dirá algo al finao cuando se encuentren. Mi pareja nos compra un mote con huesillos. Bien helado. Nos sentamos frente a La Moneda. A la sombra. En eso llega el guanaco. Nos echan. A la fuerza. No corran, grita alguien. Si ya se murió.

sábado, diciembre 09, 2006

EN TRANSITO

¿Por qué se mueve la casa? No es nada hijo, duérmase. ¿Son los gatos? No hijito, es el tren. A esta hora también pasa. Quiero verlo, abuela. ¿Me llevas mañana? Ya, pero ahora duérmase, que es tarde. Abuela, quiero viajar en tren. Es que esos van para el sur, lejos. Quiero subirme a uno. Ya, le voy a decir a tu abuelo que te lleve a la línea. Y también quiero volar en uno de esos aviones que pasó el otro día por acá. Cuando seas grande, hijo. Ahora duérmase. Ya. Que amanezcas bien abuela.

Hace un par de semanas tuve que viajar a Quito. Me avisaron de un día para otro. Un seminario. Es saludable escapar. El avión encendió sus motores y se preparaba para despegar. Señores pasajeros debido a un inconveniente técnico deberemos regresar al aeropuerto, se escuchó por el altoparlante. Qué tedio. Dejé mi asiento y me fui para atrás, cerca del baño.

Partimos. Tráigame un whisky por favor. ¿Con Coca Cola? No, con hielo. Gracias. Dormí todo el vuelo. El alcohol no falla. Detesto los aviones. Por suerte, el asiento del lado estaba vacío. Señores pasajeros, abróchense sus cinturones. Al poco rato aterrizamos en Guayaquil, la escala obligada antes de llegar a Quito. Era mi tercera vez en Guayaquil. La primera fue hace muchos años, cuando viajaba con mochilla y con amigos. Para llegar a Ecuador aquella vez vendí papas todo un año. Las llevaba a domicilio. Soy un comerciante nato. Vendo y me vendo barato. La segunda vez llegué a Guayaquil también de madrugada, aunque por casualidad.

Esa vez desviaron el avión por razones climáticas. Bienvenido a la Perla del Pacífico, me dijo de entrada un guardia. Yo sabía que mentía. Guayaquil es un infierno de 40 grados a la sombra. Huele a harina de pescado. Nos llevaron a un hotel. Señores, nuestro recinto está full. No podremos darles habitaciones individuales. Van a tener que compartir las piezas, nos dijo la recepcionista, una morenaza tetona de pasado glorioso. La gente comenzó a reclamar. Miré a mí alrededor. No vi a nadie con quien quisiera pasar la noche. Cuando la multitud se descontroló, le propuse a un tipo irse a dormir de una buena vez. El hombre, en realidad Juan Antillanca, me contó después que había viajado desde Temuco para trabajar seis meses o más en un astillero en el puerto del Callao. Al día siguiente, en vez de estar disfrutando de mi destino original, me fui a una plaza a darle migas de pan a las iguanas.

Guayaquil se ve bien desde arriba de un avión con aire acondicionado y a punto de despegar. Partimos de nuevo. Señores pasajeros nos informan que la visibilidad en Quito es de sólo dos mil metros, pero vamos a intentarlo, abróchense los cinturones. Me trae un whisky por favor, señorita. No señor, estamos a punto de aterrizar. Las ruedas bajaron, pero aún no tocábamos tierra. Señores pasajeros, no hemos podido aterrizar, volveremos a Guayaquil, se escuchó, fuerte y claro. Nos bajamos del avión. Era tarde. La gente comenzó a reclamar. La aerolínea ofreció un hotel, pero en Salinas, a dos horas de Guayaquil. Nadie quiso aunar fuerzas y la masa se dividió; unos se fueron a un hotel y otros nos quedamos en el aeropuerto para partir al día siguiente a primera hora. Me eché en un asiento. La gente, indefensa y cansada, comenzó a contarse historias; sus dramas matrimoniales y lo dura que es la vida, “ya sabes, no es fácil”. Me dormí.

Cuando amaneció nos subimos a otro avión. Media hora después divisé los autos y las casas de Quito entremedio de las nubes. Por problemas de neblina nuevamente no pudimos aterrizar y de vuelta a Guayaquil. Al siguiente intento por fin arribamos. Me di una ducha y dormí un rato. Soñé con un tren. Me acordé de la línea férrea cerca de mi antigua casa. Desperté mucho mejor. Dejé la reunión para el día siguiente y me fui a una librería. En la parte de novedades encontré un libro titulado Alá Superstar, cuyo autor, un argelino asentado en París, firma como Y.B. Está todo conectado, pensé. Ahora somos tres superstars: Jesucristo, Alá y yo. Al diablo, todo es absurdo en realidad. El libro trata de un joven musulmán que quiere ser una superestrella. Seguramente fracasará. Pero me gusta el fracaso y parece que Guayaquil también.

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