HUASO PILLO
¿Y cuánto tiempo se va a quedar? No se sabe hijo. Pero abuela ¿Cuánto? Se suponía que poco, pero las cosas no están bien. ¿Por qué? Así es el poder. Algún día lo entenderás. ¿Qué es el poder? Tu abuelo te explicará, pero ahora duérmase, que es tarde. ¿Por qué nos cortan la luz? No pasa nada, tranquilo hijito. ¿Son los del Lautaro? Tal vez, aunque quizás es El. Hoy me encontré en la feria con mi comadre de las JAP, escucho que murmulla mi abuela en el living. Su hijo no ha aparecido.
El sol quema. Es domingo y me preparo para una siesta. No hay otra forma de capear el calor. En eso suena el teléfono. Se murió, es el escueto mensaje que recibo. Enciendo el televisor. Es verdad. Se murió. A las 14.15. Afuera del Hospital Militar comienza a reunirse su pequeña fanaticada, en su mayoría mujeres. Adiós huaso pillo. No sé qué decir, afirma mi pareja. Algo extraño pasa. La siesta deberá esperar. Silencio.
La transmisión televisiva es continua. No cesa. Un periodista del canal nacional comenta que el huaso pillo ha fallecido en el día internacional de los derechos humanos y, en otra extraña ironía, justo el día del cumpleaños de su esposa, Doña Lucía. Recibo otro llamado. ¡Se murió! grita al unísono por el auricular una pareja de amigos. Uno de ellos, Ernesto Rovira, no dice nada más. Creo que su cabeza está en Colombes, su barrio obrero parisino. También en sus padres exiliados. Suenan las primeras bocinas.
Partimos a la casa de los Rovira. Vivi, la pareja de Ernesto, nos cuenta que ya hay gente en Plaza Italia. Recién entrevistaron a unos que venían en la micro y que pasaron por la Plaza y se bajaron cuando supieron que se había muerto, nos comenta, risueña. El calor no cede. El hijo menor de los Rovira duerme siesta. El mayor pregunta quién diablos es el huaso pillo. Partimos al centro. Hay una manifestación. Algunos destapan botellas de champaña. Otros sólo están ahí, en silencio. Leo un graffiti que dice que la muerte le ganó a la justicia. ¡Don Sata! ¡Don Sata! ¡culéate al Tata!, grita la masa. Pobre huaso.
Suena nuevamente el teléfono móvil. Saqué los parlantes para el balcón. ¿Escuchas Samba landó? Sí. Se armó un pequeño carnaval abajo de mi departamento, me cuenta mi amiga Mariluz. Una de mis vecinas me gritó marxista y cerró sus cortinas. ¿Verdad?, le pregunto. Sí. Y el hijo chico de otra vecina no ha parado de gritar ¡ula-ula! ¡ula-ula! ¡a la vieja Lucía se le murió la tula! Ya, nos vemos entonces. Sí Mariluz.
Caminamos hacia La Moneda. Cuando pasamos frente al Diego Portales, antiguo cuartel del huaso pillo, la masa grita aún más. Mi pareja retrata la escena con su cámara. Nunca le habían pedido tantos favores a Don Sata. El infierno no existe, pienso. El cielo tampoco. Veo otro rayado: 14.15, la hora del postre. Firma Don Sata. Quién otro.
No sabemos qué tipo de funeral va a decretar el gobierno. Quién sabe. Seguimos caminando. En el Santa Lucía algunos punkies descansan. Todavía hace mucho calor. Suena el teléfono de Ernesto. Es su hermano fotógrafo. Hace un par de meses inauguró una muestra en el museo de La Moneda sobre su vida íntima en París y su largo viaje en barco de retorno a Chile en el 90. Mi hermano está afuera del Hospital Militar, cuenta Ernesto. Le está sacando fotos a los otros huasos pillos. Algunos posaron para él. Qué locura, agrega. Al fin llegamos al palacete presidencial. El huaso no tendrá tumba. Pienso que el hijo de la comadre de mi abuela seguramente no está en ninguna parte. Quizás le dirá algo al finao cuando se encuentren. Mi pareja nos compra un mote con huesillos. Bien helado. Nos sentamos frente a La Moneda. A la sombra. En eso llega el guanaco. Nos echan. A la fuerza. No corran, grita alguien. Si ya se murió.
El sol quema. Es domingo y me preparo para una siesta. No hay otra forma de capear el calor. En eso suena el teléfono. Se murió, es el escueto mensaje que recibo. Enciendo el televisor. Es verdad. Se murió. A las 14.15. Afuera del Hospital Militar comienza a reunirse su pequeña fanaticada, en su mayoría mujeres. Adiós huaso pillo. No sé qué decir, afirma mi pareja. Algo extraño pasa. La siesta deberá esperar. Silencio.
La transmisión televisiva es continua. No cesa. Un periodista del canal nacional comenta que el huaso pillo ha fallecido en el día internacional de los derechos humanos y, en otra extraña ironía, justo el día del cumpleaños de su esposa, Doña Lucía. Recibo otro llamado. ¡Se murió! grita al unísono por el auricular una pareja de amigos. Uno de ellos, Ernesto Rovira, no dice nada más. Creo que su cabeza está en Colombes, su barrio obrero parisino. También en sus padres exiliados. Suenan las primeras bocinas.
Partimos a la casa de los Rovira. Vivi, la pareja de Ernesto, nos cuenta que ya hay gente en Plaza Italia. Recién entrevistaron a unos que venían en la micro y que pasaron por la Plaza y se bajaron cuando supieron que se había muerto, nos comenta, risueña. El calor no cede. El hijo menor de los Rovira duerme siesta. El mayor pregunta quién diablos es el huaso pillo. Partimos al centro. Hay una manifestación. Algunos destapan botellas de champaña. Otros sólo están ahí, en silencio. Leo un graffiti que dice que la muerte le ganó a la justicia. ¡Don Sata! ¡Don Sata! ¡culéate al Tata!, grita la masa. Pobre huaso.
Suena nuevamente el teléfono móvil. Saqué los parlantes para el balcón. ¿Escuchas Samba landó? Sí. Se armó un pequeño carnaval abajo de mi departamento, me cuenta mi amiga Mariluz. Una de mis vecinas me gritó marxista y cerró sus cortinas. ¿Verdad?, le pregunto. Sí. Y el hijo chico de otra vecina no ha parado de gritar ¡ula-ula! ¡ula-ula! ¡a la vieja Lucía se le murió la tula! Ya, nos vemos entonces. Sí Mariluz.
Caminamos hacia La Moneda. Cuando pasamos frente al Diego Portales, antiguo cuartel del huaso pillo, la masa grita aún más. Mi pareja retrata la escena con su cámara. Nunca le habían pedido tantos favores a Don Sata. El infierno no existe, pienso. El cielo tampoco. Veo otro rayado: 14.15, la hora del postre. Firma Don Sata. Quién otro.
No sabemos qué tipo de funeral va a decretar el gobierno. Quién sabe. Seguimos caminando. En el Santa Lucía algunos punkies descansan. Todavía hace mucho calor. Suena el teléfono de Ernesto. Es su hermano fotógrafo. Hace un par de meses inauguró una muestra en el museo de La Moneda sobre su vida íntima en París y su largo viaje en barco de retorno a Chile en el 90. Mi hermano está afuera del Hospital Militar, cuenta Ernesto. Le está sacando fotos a los otros huasos pillos. Algunos posaron para él. Qué locura, agrega. Al fin llegamos al palacete presidencial. El huaso no tendrá tumba. Pienso que el hijo de la comadre de mi abuela seguramente no está en ninguna parte. Quizás le dirá algo al finao cuando se encuentren. Mi pareja nos compra un mote con huesillos. Bien helado. Nos sentamos frente a La Moneda. A la sombra. En eso llega el guanaco. Nos echan. A la fuerza. No corran, grita alguien. Si ya se murió.