jueves, noviembre 16, 2006

TARDE PERO LLEGA

¿Por qué nos cortan la luz?, le pregunto a mi abuela justo cuando una ampolleta tiende a prenderse. Mañana se vota la nueva Constitución. ¿Y esa bomba? No te preocupes, duérmete, es de por allá lejos, cerca del Club Hípico. El suministro eléctrico aún no vuelve. Se escuchan gatos arriba del techo y gente corriendo. Pienso en una estampida de caballos, pero en realidad nunca he visto una. ¿Y esas sirenas? Deben ser los pacos, responde mi abuela, mientras intenta tomarse una sopa de tomate. Duérmete hijo. Tranquilo. Sí. Hasta mañana.

El lunes tuve libre. Trabajé como esclavo el fin de semana. En recompensa me dieron ese día sólo para mí. Hace años que tenía ganas de ir a las carreras. Hablé con un periodista hípico que conozco hace tiempo. Mi colega hizo los arreglos para que pudiera entrar a la zona de socios. ¿Algún dato?, le pregunté. Last Impact, en la séptima carrera, aunque paga 1,5 pesos. Gracias.

Llegué a la casa de mis abuelos a la hora de almuerzo. Me dieron una tortilla de zanahoria. ¿Has ido alguna vez al Club Hípico?, le pregunté a mi abuelo. Mi padre era carrerista. ¿Jinete? No, carrerista, apostador, jugador. Ahh. Oye, me dieron un dato. ¿Un dato fijo? Sí. Todos los datos son fijos, mijito. Claro. Una vez el Tito, mi peluquero, me dio un dato fijo y la yegua llegó última. Así son esos datos, comentó mi abuelo, fijos. Como las yeguas, pienso, fijas.

Entramos al Club Hípico. Divisamos a unos fina sangre dando vueltas en un corral junto a los preparadores. Ahora sí, le gritaban los apostadores a los animales. Estos no respondieron. Después entramos a la parte de socios. Vimos salones amplios de cierto lujo y un restaurante en el que cada mesa tenía un televisor para mirar las carreras. Salimos a la tribuna, pero había poca gente. No así en el otro sector abierto a todo público. Vamos para allá mejor. Ahí estaban los jubilados y desempleados. Gente como nosotros. Bajamos hasta el borde de la cancha. Los caballos pasaban a toda velocidad.

Ya, entonces, apostemos, aunque sea el mínimo. A eso vinimos, les dije a mis abuelos. Estábamos a unos 10 minutos del comienzo de la tercera carrera del día. 1.800 metros. Miramos el programa. Vimos las apuestas. No nos complicamos con la quinela, la trifecta, el enganche, ni el pollón de oro. A ganador, entonces. Nos gustó Tiquino, cuyo jinete se llamaba igual que yo. Sonó una trompeta. Partió la carrera. Entran a tierra derecha, se escuchó por un altoparlante. Desde lejos vimos que nuestro caballo iba tercero, a dos cuerpos del primero. Segundos después llegaron a la meta, sedientos, sudados. Perdimos.

Antes de la cuarta competencia nos sentamos en la galería. Elegimos los caballos sólo por los nombres que más nos divertían. Al diablo los datos fijos. Apostamos a Rock Star, a ganador. Pagaba 8,3 pesos. Una yegua fina, no como las que me gustan a mí. 1.600 metros. Volvimos a perder. Para la quinta carrera elegimos a Apocalipsis Now, aunque un heladero nos reveló que El Inmencionable, el número dos, era un dato fijo. Ese jinete no falla, nos dijo. No le creímos y perdimos de nuevo. Para la sexta confiamos en él. Nos recomendó el mismo jinete, ahora con el caballo Tarde Pero Llega. Confíen, insistió. Soy amigo de los preparadores. Confiamos y nuevamente apostamos el mínimo. No había más dinero.

Bajamos nuevamente al borde de la pista. En los últimos 300 metros Tarde Pero Llega iba cuarto, muy agarrado. Nos dimos cuenta del truco del jinete, de gorro azul y traje con lunares y mangas naranja. Por favor ayúdanos Dios, le escuché decir a una niña pequeña en brazos de su padre. Acá Dios no existe, mijita, le respondió el tipo agitando sus manos. En los últimos 200 metros el caballo se soltó y pasó al primer lugar con un hermoso galope. Ganamos. ¡Ganamos!, gritamos con mis abuelos. Ganaron un moco, me dijo algo ofuscado el padre de la niña. Sí, pero sin la ayuda de nadie, le respondí mirándolo directo a los ojos. El tipo bajó su cabeza, como reconociendo su equivocado concepto de lo que es ganar. Me acerqué a la ventanilla de las apuestas. Cobramos el premio. Un moco en verdad, pero de nadie más. No fue necesario quedarse hasta la séptima carrera.

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