martes, abril 25, 2006

LAS LOLITAS DEL TELEFERICO

De pendejo tenía la fantasía de tirar por primera vez con una mina arriba del Teleférico, en la ruta de ida hacia la Virgen, me confesó el otro día mi amigo Juanito De Lucca, a quien cariñosamente le decimos El Billete. Pero ninguna quiso, agregó entre risas mi compadre. Hace poco fui con Juanito al cerro San Cristóbal. Las hicimos todas, como se dice ahora. En la mañana nos dejamos caer en el zoológico, donde rendimos homenaje a la elefanta Fresia, le tiramos un par de huevadas a los monos hediondos e intentamos despertar a los moribundos leones. Luego, nos tomamos el Funicular e hicimos la combinación con el Teleférico. Nos tocó un carrito rojo y comenzamos a bajar lentamente desde la Virgen. La verdad es que, debido al smog, la vista a la ciudad es nula desde ese punto, por lo que nos concentramos en lo que pasaba debajo de la cabina. La piscina Tupahue sigue donde mismo, aunque en esta época su agua está verdosa y con algunos sapos. La primera vez que me bañé ahí a una mina se le cayó la parte de arriba del traje de baño. Tenía unos pezones exquisitos, me contó, alegre, El Billete. A mi hermano chico (El Billetito) se le paró y la gente se dio cuenta. El agilao se tuvo que tirar un piquero pa pasar piola, continuó Juanito, más contento aún.

Al minuto pasamos por una plaza en la que hace años solía jugar en una especie de laberinto construido con unos tablones viejos y unas locomotoras antiguas. Adentro de ese tren una mina me lo chupó, me confesó Juanito. Eché humo como una locomotora, se río mi amigo. Poco después, levitamos por encima del Jardín Japonés. Una vez vine de noche y vi a dos tortilleras tirando de lo lindo. Me atreví y me incorporé a la escena, pero me echaron cagando, me confidenció mi compadre. A esa altura y desde esa altura todo parecía posible, pero mi amigo era un poco mentiroso. En todo caso, no quería cortar su inspiración, así que opté por responderle con monosílabos. Poco después, llegamos hasta la estación Pedro de Valdivia. Fin del viaje, pero no del paseo.

Al poco rato estabamos conversando con Enrique Mena, quien lleva 14 años trabajando como operador del Teleférico Metropolitano. ¿Así que a usted le dicen El Billete? Será por lo amarrete, le dijo Mena a mi amigo, quien contestó con una risa escandalosa. No sé cómo pero de inmediato entramos en confianza con Mena, así que lo tapé a preguntas. El amable Mena nos contó que el teleférico se abrió en 1981 y que tiene 74 cabinas que avanzan a una velocidad de dos metros por segundo. ¿Cuántas parejas ha visto tirando arriba de los carritos?, le pregunté al operador, un hombre alto, flaco, de bigote ancho y con un tatuaje del Colo Colo en su brazo derecho. Mmmm ¿Quiere que le diga la pulenta? Al menos dos veces por semana, nos contestó. ¿Para qué cree que tengo estos largavistas, agregó Mena, con una sonrisa maliciosa en su rostro. Ahhhh, es bien pillo usted, le dijo El Billete. ¿Y ha visto algo interesante?, preguntó mi compadre. Mmmm. Esas parejas califas son un problema para mi. Una vez unos jóvenes casi se dan vuelta y el carro se bloqueó. Tuvimos que parar todo el sistema y ellos muy tranquilos tirando y tirando. La mina esa debe haber dejado seco al pobre joven. Era una mulata delgadita pero con un tremendo culo, suavecito. Se veía insaciable. Todavía me acuerdo, siguió Mena.

¿Y qué más ha visto?, continué. ¿De esas cochinadas? Sí claro. Mmmmm. Una vez, en el Jardín Japónes ¿Lo conocen, verdad? ví a un joven corriendo desesperado delante de dos lolas desnudas que se veía lo querían matar. El tipo debió correr por su vida y las jóvenes ni siquiera se vistieron. La juventud de ahora no es como la de antes, reflexionó Mena. Mi amigo se puso nervioso y le preguntó al operador si se acordaba de la cara del joven perseguido por las lolas. Estaba un poco oscuro. La verdad no me acuerdo, le respondió Mena. ¿Quieren ayudarme con la última inspección del día?, nos preguntó Mena. Sí, claro. Al poco rato, estábamos de vuelta camino a la Virgen en un carrito azul. Mena y El Billete no pararon de hablar.

jueves, abril 13, 2006

LOS VECINOS DE LA ELEFANTA FRESIA

Agapito Ramírez González lleva 40 años limpiando la mierda de la jaula de los leones en el zoológico del cerro San Cristóbal. Gracias a un dato de uno de sus primos, Agapito llegó a fines de los 60 al Parque Metropolitano de Santiago para trabajar en la primera remodelación del zoológico. En la mudanza, se nos escapó una pitón y un par de monos. Pero el administrador nos sugirió que guardáramos silencio, me contó entre risas Agapito, hoy de casi 82 años, la mitad de los cuales también se los ha pasado tomando tinto. La primera vez que fui al zoológico llegué en Funicular, la elefanta Fresia estaba viva, había dos osos polares nadando en cemento, una que otra jirafa, muchos monos de esos que se sacan las pulgas y se lamen el culo rojo y hediondo, y el mito de un gorila en la última jaula del cerro comenzaba a crecer. Seguramente ese día mis padres me compraron natur para compartir con los mandriles, mientras que mi abuela me regaló algunas zanahorias frescas para darle a las jirafas y, por qué no, a Fresia. La elefanta estaba al alcance de la mano y su sitio, construido en pendiente, se ubicaba muy cerca de una jaula en la que supuestamente había un cocodrilo. Más allá, según me contaba mi abuelo, estaba el temido gorila. Por ese entonces, Agapito debía cuidar al chimpacé, la gran atracción del zoológico después de Fresia.

El chimpancé nació en Gabón, pero a los pocos días fue trasladado en un barco por el Atlántico hasta Buenos Aires. Como en el zoológico bonaerense la cantidad de chimpancés era más que suficiente, el consulado chileno en esa ciudad hizo los trámites y logró llevar al tierno y simpático mono a Santiago. En un comienzo, lo pusieron en una cuna, pero luego lo destinaron a un foso de cemento adornado con neumáticos para la diversión del mono. El chimpancé, al que de cariño le digo El Loco, creció rápido. Una vez le dimos unas anfetaminas y se volvió loco. Por eso le pusimos así. Lamenatablemente la gente le tira cualquier wá al mono. Una vez le tiraron un tarro de neoprén. Ahí sí que se volvió loco ¿Se fija?, me contó Agapito. El día en que visité a Agapito, El Loco estaba en el mismo lugar de siempre, pero ya no hacía malabares con los neumáticos y sólo prefería dormir. A ratos optaba por mirar desde lo alto de su torre de madera el edificio de la Telefónica. La ciudad ya no era la misma y él tampoco. Quizás estaba desesperado por un teléfono para llamar a Gabón. Pensé en comprarle un tarro de neoprén para que mitigara su angustia. Sin embargo, cambié de idea. Mal que mal, El Loco tiene sus días contados.

Al final de la tarde, los animales se durmieron. Invité a Agapito a tomarnos un pipeño en algún bar de Bellavista. Agapito aceptó de buena manera. En la casa ya no me espera nadie. Y en el zoológico ya no tengo amigos, respondió Agapito, un poco triste, un poco cansado. Entramos a El Oso Grande, uno de los tantos bares en Santa Filomena. Pensé que era la ocasión perfecta para preguntarle a Agapito por todos los mitos del zoológico. No aguanté más y me las dí de francotirador. ¿Es verdad que la marca negra en la frente que tiene el oso polar fue por un disparo después de haberse alimentado de una niña de cuatro años? ¿Es cierto que a los monos de poto colorado a veces los castigan y les dan de comer el excremento que defecan los tigres? ¿Existió alguna vez un gorila en la última jaula del cerro? ¿Es verdad que Fresia en realidad era macho? ¿Es cierto que algunos animales son arrendados en la temporada de circos por Los Tachuelas y las Aguilas Humanas? Me contaron que la otra vez se escapó la pantera negra y que terminó cerca de la Virgen. También me dijeron que los domingo una pareja se queda escondida en el zoológico para pegarse un polvo frente a la jaula de los monos ardilla. También es sabido que uno de los leones murió de tiña, que Fresia no murió de vieja (o viejo) sino que a causa de una bolsa del supermercado Jumbo en su estómago. Me contaron también que antes a las cebras las estimulaban con un burro y que a los canguros les rebanaron sus órganos genitales. Y por último ¿Es verdad que el hipopótamo nunca se ve porque en realidad no existe? Agapito me miró con cierto hastío y pidió más vino. Luego, esbozó una sonrisa y me dijo: El mes que viene cerrarán el zoológico. Ya nada es como antes. ¿Se fija?.

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