Alberto e
Isabel sonríen. Hace rato no son pareja, pero mantienen una saludable amistad. Todavía se gustan. Están sentados en el pequeño patio de la casa de
Alberto. Juegan Dudo. Un mano a mano. El juego de los dados los entretiene. No te cansas de este asuntito, comenta Isabel, una jugadora sin duda amateur si se le compara con su ex novio. Alberto es un viejo zorro del Dudo y puede pasar horas con el cacho de cuero en la mano. A veces juega solo, aunque el mínimo son dos participantes. Para él, el Dudo es un estilo de vida, un permanente orgasmo. A través de los dados encuentra respuestas y se formula preguntas. Comienza el primer round. En la radio se escuchan los Fabulosos Cadillacs: ¡Te están buscando Matador! Alberto se lanza y propone cuatro sextas. ¿Puedo decir cuatro quinas?, pregunta Isabel. No, tienes que decir cinco de cualquier número o bajar a tres ases. Tres ases entonces. Dudo, aunque tengo un as, dice Alberto muy seguro y con un cigarro en la boca. Levanta, le pide Isabel. Sorpresivamente en la mesa hay cuatro ases. ¡Perdiste! Tuviste suerte, reclama Alberto.
Es verano en Santiago y está anocheciendo. Corre un viento fresco. No sé por qué se demora tanto mi hermana. ¿Invitaste a
Javiera?, pregunta Alberto. Sí. ¿No hay problema, verdad? No, al contrario. Javiera es mucho más joven que Alberto e Isabel. Le dicen La Cobra, por su mirada de serpiente y sus piernas que suele enroscar en otras piernas. No es tan alta ni guapa como su hermana, pero hipnotiza y con un par de cervezas se entrega relativamente fácil. Para Isabel, Javiera sigue siendo su hermana menor, casi infantil, inocente y sin gracia. No sé por qué
Ernesto y
Hernán demoran tanto. Ya van a llegar, tranquilo, dice Isabel, tratando de calmar la ansiedad de Alberto.
Ernesto y Hernán quieren tanto al Dudo como Alberto. Todos aprendieron de Lautaro Castillo, quien una vez, cuando el Dudo se jugaba todos los días y a cualquier hora del día, sacó en su primer tiro cinco ases, un juego imposible. Ese momento, que nunca ha vuelto a repetirse, quedó inmortalizado en una fotografía en blanco y negro que ahora cuelga en una de las murallas del living de la casa de Ernesto. Suena el timbre. Es Javiera. Saluda y se va directo al refrigerador. Voy a dejar acá las chelas, grita. Sírveme una por favor, le pide Alberto. Y para mi una Coca-Cola con hielo Javi. Menos de cinco minutos después entran los amigos de Alberto, sus socios de toda la vida. Se sientan en la mesa. La noche está exquisita, como tu hermana, dice Ernesto al entrar. No seas patudo, responde Isabel. Era sólo una broma. ¿Cómo estás? Bien, con varios proyectos (es decir, sin mayores novedades). Ya pues Isa, terminemos esta mano, insiste Alberto. Hay que jugar el campeonato mundial, como solía proponer Lautaro.
Comienza el juego, el de verdad. Javiera no participa y toma algo de distancia. Observa todo desde una silla plástica blanca, ubicada cerca de un gomero y una virgen de yeso. Mueve su pelo. Tiene un vaso de cerveza en la mano. No logra comprender por qué los amigos de su hermana, en realidad los compañeros de su ex "cuñado", se entretienen tanto con los cachos y dados. Los jugadores sonríen. Lo están pasando bien, definitivamente bien. Alberto mira a Isabel, Isabel observa a su hermana, Javiera coquetea con Alberto, Hernán mira la botella de cerveza y Ernestro se concentra en su cacho. Cada uno lanza su juego: Diez quinas. Estás pasado. Diez sextas. Cinco ases. No hay cinco ases. Sí hay. Once cuadras. Cuadras sí que no hay. Paso. Doce sextas. Estás ultra pasado. Si me dices seis aces te dudo ahora mismo. Hay sextas. Hay muchas sextas, pero igual digo seis ases. ¿Seis ases? Sí, mmm. Tengo dos, pero de ninguna manera hay seis en la mesa. ¡Dudo! ¡Levanten! Dos, tres, cuatro, cinco. Bota un dado. Y así más de una hora hasta que completan cuatro juegos. Alberto se queda con el campeonato.
Los amigos se divierten y Javiera también. Juega con sus piernas. Viste minifalda y una blusa escotada. Alberto no deja de observarla. Javiera hace rato se dio cuenta, pero su hermana está ahí. Quizás me voy a Nueva Zelandia, dice Alberto, casi como un comentario a la pasada. ¿A Nueva Zelandia? Sí, me han dicho que allá está buena la mano, hay pega. Me vas a tener que dejar tus libros, comenta Hernán. ¿Cuándo?, pregunta Isabel. En unos meses más. Los amigos de Alberto manifiestan su alegría, pero saben que lo extrañarán. Entonces este puede ser uno de nuestros últimos dudos, piensa Hernán. Quién sabe. Cada vez vamos quedando menos, afirma Ernesto. Sí, pero nada grave socios, sostiene Alberto en un intento por animar a sus compañeros. Javiera no dice nada. Va a la cocina a buscar más cerveza. Vuelve con una botella bien helada. Ahora está refrescando.