miércoles, junio 27, 2007

La cruz

Me encontraba encerrado y en Santiago, pero estoy completamente seguro que más de una vez una ola quiso ingresar a mi hogar para golpearme, para sacudirme. Algunos días, cuando me despertaba de la siesta, el ruido del mar era ensordecedor. Entonces me puse a pensar en Las Cruces. Cada verano, cuando mi familia me llevaba a ese balneario, pedía un paseo por la Punta del Lacho. Desde ese lugar, enclavado al final de un cerro, solíamos observar el mar y los barcos que se dirigían hacia el puerto de San Antonio. Además del océano, estando tan alto podíamos ver la playa de Las Salinas y hacia el otro costado un frondoso cerro junto a un roquerío que termina en la playa de las cadenas. En una de las tantas quebradas del lugar una vez encontramos una virgen de yeso sin cabeza y el armazón de lo que alguna vez fue un bote. También en una ocasión descubrimos lo que parecían ser restos de una ballena. No se parecía a Moby Dick.

Nuestra casa se ubicaba en el sector de Las Salinas, muy cerca de una playa pequeña, a los pies de un cerro con algunos pinos. El sector era apacible; casi no había automóviles y muy pocas personas se animaban a bañarse por las enormes olas. Todas las viviendas del lugar eran de madera, estaban pintadas de llamativos colores, tenían balcones y escalerillas, y también salamandras y sótanos. Sólo una casa rompía la regla: la de los turcos, que decidieron construir su morada de dos plantas con enormes ventanales y protecciones. Los turcos, en realidad les decíamos así sin saber exactamente de qué país habían emigrado, casi no bajaban a la playa. Y las veces que se animaban, las mujeres se bañaban con ropa, mientras los hombres se divertían con una pelota.

Nuestros vecinos más cercanos eran los Nietszche, como el filósofo alemán. El señor Nietszche tenía tres hijos, a cada uno de los cuales les construyó una pequeña cabaña cerca del inmueble principal. Cada una de estas viviendas las pintó de diferentes colores: azul, amarillo y verde. La esposa de patriarca del clan, de edad avanzada al igual que su marido, se pasaba gran parte del día regando las plantas de su jardín, y rara vez jugaba con sus nietos. Con el mayor de los nietos de los Nietzsche entablé una buena amistad, quizás como una manera de acercarme a su hermana, incluso más atrevida que Javiera, sin embargo, nunca pude escabullirme con ella en algún sótano. José me habló en contadas ocasiones de su abuelo, pero por la cercanía de nuestras casas al menos una vez al día divisaba al señor Nietszche, aunque había semanas en que simplemente se esfumaba. De bigote estilo Hitler, lentes y gorra de viejo de plaza, el abuelo de mi amigo era una suerte de ermitaño: vivía todo el año en Las Cruces, sólo en caso de extrema urgencia abandonaba su hogar (un par de veces debió llevar a su esposa al hospital de San Antonio) y tenía un perro llamado Káiser.

¿Tu abuelo es alemán?, le pregunté un día a José. Sí, pero mi padre nació en el sur de Chile y yo soy de Santiago, respondió. Mientras la mayoría de las personas se echaba en la playa, con José realizábamos largas excursiones por el lugar. De hecho, estaba con él cuando encontramos la virgen descabezada entre unas docas. Nos asustamos. José me juró que la virgen le habló. Yo le dije que difícil, porque le faltaba la cabeza. Arrancamos por la calle Lincoln hacia el Castillo Negro, cuyo dueño era un antipoeta. Cuando llegamos a nuestras casas ya era de noche.

Intrigado por el señor Nietzsche pregunté por él a cada uno de los miembros de mi familia. La respuesta, no obstante, fue siempre la misma: es una persona de edad, hay que dejarlo en paz. También intenté sacarle información a Káiser, pero no quiso contarme nada acerca de su amo. Cuando quedaban pocos días para que el verano terminara, José pasó por nuestra casa para despedirse. Me llamó la atención que en uno de los bolsillos de su chaqueta llevara una especie de medalla con un águila. El animal tenía las alas desplegadas y las garras aferradas a una extraña cruz, un símbolo desconocido para mí a esa edad. Como ocurría todos los años, después de que José se despidió de mi familia, lo acompañé al terminal de autobuses.

miércoles, junio 13, 2007

Una cobra noble

Mi encierro no tiene una explicación racional. He buscado respuestas por esa ruta, pero hay trabajos en el camino. Es como León Trotsky, una calle sin salida. Hasta ahora no logro comprender en su real magnitud por qué decidí recluirme en mi hogar durante tanto tiempo. Tampoco sé si esta acción sirvió de algo. Quizás fue una simple pataleta. De las escasas certezas que tengo, sé que ahora estoy libre, que logré salir de Alcatraz, sin embargo, de alguna manera sigo atrapado, pensando día y noche en el claustro y lo que ocurrió en ese tiempo. Pero también me perturban las cosas que sucedieron antes del encierro, que a estas alturas me parece un tanto ridículo y absurdo.

Una de mis últimas salidas antes de la reclusión voluntaria fue aquella vez que me encontré con Isabel en el bar de la esquina. Además de su viaje a Cuba, hablamos de cómo imaginaba sus futuras conquistas. Isabel es guapa y risueña. Quienes la ven por primera vez quedan asombrados con sus ojos verdes que hipnotizan como una cobra, sus labios húmedos y su piel suave. Además, Isabel sabe sacarse partido; sus piernas son largas y bien moldeadas, suele jugar con su pelo desordenado mientras conversa y nunca deja de morderse su dedo meñique izquierdo, cuya uña colorea de negro para la buena suerte. Siempre mira fijo y es noble.

Ahora que recuerdo, en esa ocasión también discutimos sobre Alberto, su antiguo novio, que mandó todo al diablo y partió a Nueva Zelanda por tiempo indefinido. Isabel sonrió cuando le confesé que Alberto me dejó una de sus dos cajas repleta de libros antes de partir. ¿Por casualidad sabes quién tiene la otra caja?, le pregunté. No tengo idea, contestó. Ahhh, ya, no te preocupes. Pensé que podías saber. ¿Oye y cómo está tu hermana?, le pregunté, intentando cambiar de tema. ¿La Javiera? Igual que siempre. Podrías llamarla. Pienso que le encantaría conversar contigo, me dijo. La recomendación de Isabel me puso nervioso. Javiera no es tan linda como Isabel, pero tiene fama de insaciable; una serpiente con veneno. No sé cómo, pero de inmediato volví al tema de Alberto y sin que Isabel me lo pidiera me puse a hablar sobre las últimas noticias que había tenido de él.

Hace más de un año recibí una carta de Alberto, le dije a Isabel. No escribió tanto como acostumbra, pero la misiva tenía la particularidad que también estaba dirigida a Hernán Castañón, el otro integrante de Los Socios, una especie de hermandad basada en Los Tres Mosqueteros, aunque bajo el lema "sálvese quién pueda". Alberto escribió: Por supuesto siempre se les extraña, pero así ha sido el destino con nosotros. Escribo estas líneas desde un punto distante, intentando imaginas vuestras vidas. Negro no tendrá mucho tiempo para la nostalgia y Hernán, ebrio y despeinado, intentará sacar un par de nuevas ideas. Yo ocupado como nunca, trabajando como loco y viviendo. Aunque pasa el tiempo y todo parece seguir igual, por acá se experimentan cambios. Vivo con dos esposas lesbianas y Fabiola, la brasileña/novia, se va, algo que yo estaba esperando hace rato para poder seguir con mi vida. Obviamente habitamos la única casa de Havelock con pizza&maconha permanente. Siento como las cosas fuertes pasan y voy sintiendo todo eso con gusto, con alegría, con pena. No me importa, surfeando cada una de esas olas y esperando la siguiente. A pesar de las habladurías, estoy soltero. Hace poco conocí a una china muy linda y estoy trabajando por esos lados; siempre tratando de encontrarla por "casualidad". Esas son mis novedades. Ave Pater!!!! A.

A Isabel le hice un resumen de la carta de su antigua pareja. No hizo preguntas. Sin embargo, no sé por qué razón, fue aquella vez en el bar de la esquina que se me ocurrió por primera vez la idea del encierro. Quizás influyó el hecho de que Isabel partiría a Cuba, que Alberto se había marchado a Nueva Zelanda, que Ernesto Rovira se encontraba en Francia visitando a unos familiares y que Hernán Castañón había desaparecido hace rato. Si ellos viajaban o se perdían por ahí, yo también tenía derecho a realizar mi propio viaje, aunque fuese encerrado en mi departamento. Y eso hice.

Web Site Counter Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.