La cruz
Me encontraba encerrado y en Santiago, pero estoy completamente seguro que más de una vez una ola quiso ingresar a mi hogar para golpearme, para sacudirme. Algunos días, cuando me despertaba de la siesta, el ruido del mar era ensordecedor. Entonces me puse a pensar en Las Cruces. Cada verano, cuando mi familia me llevaba a ese balneario, pedía un paseo por la Punta del Lacho. Desde ese lugar, enclavado al final de un cerro, solíamos observar el mar y los barcos que se dirigían hacia el puerto de San Antonio. Además del océano, estando tan alto podíamos ver la playa de Las Salinas y hacia el otro costado un frondoso cerro junto a un roquerío que termina en la playa de las cadenas. En una de las tantas quebradas del lugar una vez encontramos una virgen de yeso sin cabeza y el armazón de lo que alguna vez fue un bote. También en una ocasión descubrimos lo que parecían ser restos de una ballena. No se parecía a Moby Dick.
Nuestra casa se ubicaba en el sector de Las Salinas, muy cerca de una playa pequeña, a los pies de un cerro con algunos pinos. El sector era apacible; casi no había automóviles y muy pocas personas se animaban a bañarse por las enormes olas. Todas las viviendas del lugar eran de madera, estaban pintadas de llamativos colores, tenían balcones y escalerillas, y también salamandras y sótanos. Sólo una casa rompía la regla: la de los turcos, que decidieron construir su morada de dos plantas con enormes ventanales y protecciones. Los turcos, en realidad les decíamos así sin saber exactamente de qué país habían emigrado, casi no bajaban a la playa. Y las veces que se animaban, las mujeres se bañaban con ropa, mientras los hombres se divertían con una pelota.
Nuestros vecinos más cercanos eran los Nietszche, como el filósofo alemán. El señor Nietszche tenía tres hijos, a cada uno de los cuales les construyó una pequeña cabaña cerca del inmueble principal. Cada una de estas viviendas las pintó de diferentes colores: azul, amarillo y verde. La esposa de patriarca del clan, de edad avanzada al igual que su marido, se pasaba gran parte del día regando las plantas de su jardín, y rara vez jugaba con sus nietos. Con el mayor de los nietos de los Nietzsche entablé una buena amistad, quizás como una manera de acercarme a su hermana, incluso más atrevida que Javiera, sin embargo, nunca pude escabullirme con ella en algún sótano. José me habló en contadas ocasiones de su abuelo, pero por la cercanía de nuestras casas al menos una vez al día divisaba al señor Nietszche, aunque había semanas en que simplemente se esfumaba. De bigote estilo Hitler, lentes y gorra de viejo de plaza, el abuelo de mi amigo era una suerte de ermitaño: vivía todo el año en Las Cruces, sólo en caso de extrema urgencia abandonaba su hogar (un par de veces debió llevar a su esposa al hospital de San Antonio) y tenía un perro llamado Káiser.
¿Tu abuelo es alemán?, le pregunté un día a José. Sí, pero mi padre nació en el sur de Chile y yo soy de Santiago, respondió. Mientras la mayoría de las personas se echaba en la playa, con José realizábamos largas excursiones por el lugar. De hecho, estaba con él cuando encontramos la virgen descabezada entre unas docas. Nos asustamos. José me juró que la virgen le habló. Yo le dije que difícil, porque le faltaba la cabeza. Arrancamos por la calle Lincoln hacia el Castillo Negro, cuyo dueño era un antipoeta. Cuando llegamos a nuestras casas ya era de noche.
Intrigado por el señor Nietzsche pregunté por él a cada uno de los miembros de mi familia. La respuesta, no obstante, fue siempre la misma: es una persona de edad, hay que dejarlo en paz. También intenté sacarle información a Káiser, pero no quiso contarme nada acerca de su amo. Cuando quedaban pocos días para que el verano terminara, José pasó por nuestra casa para despedirse. Me llamó la atención que en uno de los bolsillos de su chaqueta llevara una especie de medalla con un águila. El animal tenía las alas desplegadas y las garras aferradas a una extraña cruz, un símbolo desconocido para mí a esa edad. Como ocurría todos los años, después de que José se despidió de mi familia, lo acompañé al terminal de autobuses.
Nuestra casa se ubicaba en el sector de Las Salinas, muy cerca de una playa pequeña, a los pies de un cerro con algunos pinos. El sector era apacible; casi no había automóviles y muy pocas personas se animaban a bañarse por las enormes olas. Todas las viviendas del lugar eran de madera, estaban pintadas de llamativos colores, tenían balcones y escalerillas, y también salamandras y sótanos. Sólo una casa rompía la regla: la de los turcos, que decidieron construir su morada de dos plantas con enormes ventanales y protecciones. Los turcos, en realidad les decíamos así sin saber exactamente de qué país habían emigrado, casi no bajaban a la playa. Y las veces que se animaban, las mujeres se bañaban con ropa, mientras los hombres se divertían con una pelota.
Nuestros vecinos más cercanos eran los Nietszche, como el filósofo alemán. El señor Nietszche tenía tres hijos, a cada uno de los cuales les construyó una pequeña cabaña cerca del inmueble principal. Cada una de estas viviendas las pintó de diferentes colores: azul, amarillo y verde. La esposa de patriarca del clan, de edad avanzada al igual que su marido, se pasaba gran parte del día regando las plantas de su jardín, y rara vez jugaba con sus nietos. Con el mayor de los nietos de los Nietzsche entablé una buena amistad, quizás como una manera de acercarme a su hermana, incluso más atrevida que Javiera, sin embargo, nunca pude escabullirme con ella en algún sótano. José me habló en contadas ocasiones de su abuelo, pero por la cercanía de nuestras casas al menos una vez al día divisaba al señor Nietszche, aunque había semanas en que simplemente se esfumaba. De bigote estilo Hitler, lentes y gorra de viejo de plaza, el abuelo de mi amigo era una suerte de ermitaño: vivía todo el año en Las Cruces, sólo en caso de extrema urgencia abandonaba su hogar (un par de veces debió llevar a su esposa al hospital de San Antonio) y tenía un perro llamado Káiser.
¿Tu abuelo es alemán?, le pregunté un día a José. Sí, pero mi padre nació en el sur de Chile y yo soy de Santiago, respondió. Mientras la mayoría de las personas se echaba en la playa, con José realizábamos largas excursiones por el lugar. De hecho, estaba con él cuando encontramos la virgen descabezada entre unas docas. Nos asustamos. José me juró que la virgen le habló. Yo le dije que difícil, porque le faltaba la cabeza. Arrancamos por la calle Lincoln hacia el Castillo Negro, cuyo dueño era un antipoeta. Cuando llegamos a nuestras casas ya era de noche.
Intrigado por el señor Nietzsche pregunté por él a cada uno de los miembros de mi familia. La respuesta, no obstante, fue siempre la misma: es una persona de edad, hay que dejarlo en paz. También intenté sacarle información a Káiser, pero no quiso contarme nada acerca de su amo. Cuando quedaban pocos días para que el verano terminara, José pasó por nuestra casa para despedirse. Me llamó la atención que en uno de los bolsillos de su chaqueta llevara una especie de medalla con un águila. El animal tenía las alas desplegadas y las garras aferradas a una extraña cruz, un símbolo desconocido para mí a esa edad. Como ocurría todos los años, después de que José se despidió de mi familia, lo acompañé al terminal de autobuses.